Contigo Pienso - Sábado Santo

INTRODUCCIÓN

Tras la muerte del Señor, el Sábado Santo es un tiempo de silencio. Tras haber presenciado su derrota humana, solo nos queda el recuerdo de Su vida, Su palabra y la presencia de Su madre.
El Sábado Santo recoge todos nuestros momentos de vacío, de sinsentido. Esos días en que la queja, la duda, la tristeza… se apoderan de nosotros. Las situaciones ante las que Dios parece guardar silencio. Esas horas en las que Dios nos parece ausente…
Y en esas situaciones, de entonces y de ahora, contamos con una presencia valiosa: María, la madre de Jesús. Y desde el momento de la Cruz, también madre nuestra (¿recuerdas el evangelio de ayer o el que hemos orado esta mañana en que Jesús nos la regala como madre?).
Por eso, y tal y como hemos comenzado el día, la invitación de hoy es a mirarla a Ella. Acompañarla en su dolor, en su tristeza. Contemplar cómo vive este momento de ausencia del hijo, tras haber presenciado su maltrato y muerte. Y aprender de Ella a vivir el desconcierto, la incomprensión, la espera, el dolor, el sufrimiento… 
Vamos a escuchar una canción que nos sitúa a María en la mañana del Sábado Santo, el día después de la muerte de Jesús, de haberlo dejado en el sepulcro. Ese día en que todos los acontecimientos pasados se agolpaban en su memoria y ella les ponía orden desde el prisma de la esperanza y la confianza en el Dios que nunca la había dejado sola.

CONTEMPLAMOS

Te propongo ahora hacer una lectura pausada, contemplativa, de algunos textos del Evangelio secreto de la Virgen María[i], que iremos intercalando con algunos vídeos:
Llegamos a la ciudad y vimos que la ciudad era un hervidero. No necesitamos preguntar a nadie. La noticia había corrido de boca en boca y muchos se dirigían hacia el monte de la Calavera para contemplar el espectáculo que se anunciaba. Ya habían condenado a Jesús. Ya el gobernador Pilatos habría dictado sentencia y se había lavado las manos. Ya se acercaba la hora de que sacaran al reo de la torre Antonia y lo condujeran hacia el lugar del suplicio. Nosotras éramos un grupo de mujeres perdidas entre la muchedumbre; no sabíamos adónde ir ni qué hacer. A la vez, no podíamos dejar de escuchar los comentarios de la gente. Unos decían que estaban buscando a todos sus seguidores y que los sacerdotes habían dispuesto patrullas por toda la ciudad para detener a quienes se habían destacado en su seguimiento; otros lamentaban lo ocurrido, porque, decían, Jesús era un buen hombre que tenía un gran poder para hacer milagros aunque se hubiera excedido en sus atribuciones y hubiera desafiado a demasiada gente poderosa. Para otros, por último, la cuestión estaba en saber su ocurría algo espectacular en el último momento, si Jesús, clavado incluso en la cruz, no llevaría a cabo alguna acción extraordinaria que le manifestara como el Mesías prometido. Todos coincidían en afirmar que se estaba ante la prueba definitiva: si era el Mesías, no podía morir crucificado; si moría crucificado es que se trataba de un impostor y, por lo tanto, los sacerdotes habían hecho bien en poner freno a sus delirios de grandeza.
Aturdidas y sin saber qué hacer, pensamos dirigirnos hacia la torre Antonia, pero nos fue imposible acercarnos a ella, por la gran cantidad de soldados romanos que tomaban los alrededores. Entonces nos dejamos guiar por la gente y fuimos hacia el monte de la Calavera, fuera de las murallas de la ciudad. Nos costaba trabajo movernos entre la muchedumbre. De repente, cuando ya estábamos cerca de la puerta de salida de la ciudad, un griterío enorme nos inmovilizó. (…) Pronto se supo qué ocurría: la comitiva con el reo había salido ya de la torre Antonia y se dirigía hacia el calvario; iban lo más rápido posible para abreviar el trámite y evitar el temido contragolpe de los supuestos partidarios de mu hijo. Pero de esos partidarios no quedaba ni rastro. Solo parecíamos estar nosotras, confundidas entre la gente, sin miedo pero con el corazón latiéndonos como un caballo desbocado. (…) Y en eso apareciste tú, Juan. No te puedes imaginar la alegría que me dio verte; estabas asustado como un perrillo que ha perdido a su madre y que busca por entre las piernas de la gente dónde esconderse. Cuando nos viste, corriste hacia nosotras, cruzando la calle a pesar de que ya se acercaba la patrulla de soldados despejando el camino y dando golpes a unos y a otros para que dejaran el paso libre. Te arrojaste entre mis brazos y te echaste a llorar, una vez más. «No se ha podido hacer nada – dijiste. Para añadir: No deberías mirar». Yo te apreté con fuerza y con más fuerza aún apreté los dientes. Alcé los ojos al cielo y le supliqué ayuda para poder llegar hasta el final sin desfallecer. Me sentía profundamente conectada a Jesús. Se acercaba por aquella calleja que era un verdadero camino de la amargura. Se acercaba entre el grito o el silencio de la gente, pero yo le notaba mucho más cerca aún, en mi interior, en mi corazón, en mi pensamiento; con los ojos no lo veía todavía, pero mi alma sabía cómo estaba la suya y sabía, además, que a él le pasaba lo mismo. Él me buscaba y me había encontrado; noté que me pedía lo que me advirtió que reclamaría de mí: fidelidad, fe, apoyo. Le noté entero, muy entero, a pesar de estar extraordinariamente agotado. Cerré los ojos y me puse a rezar.(…) 
Y entonces abrí los ojos y lo vi casi a mi lado (…) Buscaba en mis ojos lo que necesitaba encontrar: fe, fe, fe y esperanza. «Es su madre», se oyó gritar a uno del pueblo, e inmediatamente varios soldados se interpusieron entre nosotros como si fuésemos un peligro, mientras a él lo empujaban para que pasara rápido por aquel tramo de la calle. No pudimos decir nada. Solo mirarnos. Fue suficiente. Yo vi su dolor y él el mío. Él vio mi fe, bebió de ella, se sació en ella, mientras que yo era consciente de que se apoyaba en mí y resistí el peso de todo un Dios que necesita la ayuda de un ser humano, aunque ese Dios sea también un hombre y este ser humano sea su madre. Creí que el peso me aplastaba, pero yo misma me aferré al otro Dios, al mismo y único Dios, a aquel al que llamamos Padre. Mientras uno me sostenía a mí, yo sostenía al otro, como si de un extraño puente se tratara, como si a través se mí se pusiera en contacto la divinidad consigo misma, decidida como estaba a llevar hasta el final esa extraña separación que era necesaria para que mi hijo bebiera hasta el fondo el cáliz de la amargura.
(…) Pronto estuvimos al pie de la roca llamada de la Calavera, donde crucificaban a los malhechores. Ya había dos hombres clavados en sus respectivas cruces y, en el centro, se alzaba el palo vertical sobre el cual tendría que izarse el otro, el que llevaría colgado a mi hijo. Nos detuvieron antes de llegar, así que no pude ver nada, pues, por más esfuerzos que hice, no pudimos abrirnos paso hasta las primeras filas llenas de curiosos y enemigos. (…)
Lo vi cuando empezaron a levantarlo. Primero se hizo un poderoso silencio. Todos, hasta los que más lo odiaban, callaron. Quizá era el momento del milagro. Si el cielo tenía que intervenir, ahora debía hacerlo o ya no lo haría nunca. Yo sabía que nada extraordinario iba a pasar, porque lo extraordinario estaba ya pasando: Dios llevado a la muerte por las criaturas, con permiso de Dios, para salvar a las criaturas que lo mataban. Ese era el milagro. Pero la gente esperaba algún gesto. El silencio se mantuvo unos minutos, hasta que lo clavaron definitivamente, tras apoyar sus pies en el escalón que había en la cruz. Entonces, de repente, estalló el griterío: los insultos eran tremendos (…). Yo, a pesar de que lo esperaba todo, no podía dar crédito a lo que veía y escuchaba.
Entonces me desplomé. Ni siquiera tú, que te habías mantenido todo el tiempo a mi lado pudiste evitarlo. Fue el único momento, no digo de desesperación ni siquiera de desaliento, pero sí de agotamiento. Entre todos me levantasteis (…). El griterío proseguía, pero ya no me preocupada por lo que la gente decía. Solo me importaba una cosa: cómo estaba mi hijo. (…) Temblándome las piernas y dándome vueltas la cabeza, os supliqué que me ayudarais a llegar hasta las primeras filas.
Cuando por fin pudimos lograrlo, lo que vi me golpeó en el cuerpo y en el alma como si me hubieran dado juntos todos los golpes que él había recibido poco antes en el patio de la torre Antonia. Pero no me hundí. Su mirada me localizó enseguida, y ambos nos apoyábamos mutuamente. Yo sacaba fuerzas de su debilidad para resistir, de la conciencia que sentía de que él me necesitaba. Y él, con una súplica muda, tendría a mí sus manos clavadas y buscaba, en un abrazo imposible, el socorro que solo una madre puede dar.
(…) Su boca se abrió con esfuerzo, rompió las costras de sangre que cosían sus labios y dijo con claridad mirándote y mirándome: «Ahí tienes a tu madre.» ¿Por qué aquella entrega recíproca? Tardé mucho en entenderlo. Y no es que no te quisiera a ti (…). En aquel momento solo noté como un golpe y también un vacío. Era como si alguien tuviera la pretensión de suplantarle en mi corazón. No, por mucho que pudiera quererte a ti, Juan, jamás podrías ocupar su lugar, jamás podría quererte como a él lo quería. Nunca nadie podría llenar el hueco que él dejaba y yo no podría hallar consuelo en nadie una vez que él no estuviera para dármelo. Fue una rebeldía que duró un instante. No fue una rebeldía contra él ni contra su voluntad, sino contra mí misma, contra los sentimientos de madre que todavía estaban dentro. Pero rápidamente, acostumbrada como estaba a tratar con Dios, supe que había llegado el momento de la oblación total y que, por lo tanto, hasta el mejor de los sentimientos debía ser ofrecido para que solo Dios, de manera absoluta, reinara en mi corazón y en mi alma. Mi obra, mi hijo, moría y Dios, que me lo dio, me lo quitaba. Me lo quitaba privándole de la vida que él le dio. Me lo quitaba, suplicándome que admitiera a otros, a otros, en su lugar y que a esos otros, incluidos quienes mataban a mi hijo, los amara como a él lo amaba. Por eso, mientras él moría yo también moría; mientras él experimentaba la unión absoluta al Padre, yo también lo perdía todo, a fin de que, desde ese momento, ya no tuviera otra cosa que decir más que un «solo Dios» que se había llevado por delante incluso los legítimos sentimientos de la madre.(…) 
Muy poco después, (…) dejando caer la cabeza sobre el pecho, puso definitivamente su espíritu en manos de su Padre. 
No sé cómo explicarte lo que sentí, Juan, porque yo misma me quedé sorprendida. Fue no solo como si me quitaran un peso de encima, un peso que no deseaba perder, porque ese peso era su vida y sin su vida yo no podía seguir viviendo. Sin embargo, me sentí absolutamente liberada de una carga. Así mientras que vosotros os derrumbabais (…) yo estaba serena. Tanto que me pareció inhumano estarlo, porque es como si yo le quisiera menos que los demás e incluso menos que tú, que también llorabas desconsolado y que ocultabas tu cabeza entre mis brazos. 
Me sentí preocupada y me reproché a mí misma no estar hundida, desesperada. Mi hijo acababa de morir y yo estaba triste, indudablemente, pero no lograba sentir desesperación, no podía. Era terrible para mí verlo allí, colgando del madero, hecho un guiñapo, desfigurado, torturado hasta lo indecible, con la herida de la lanza (…). Era un espectáculo capaz de conmover al más duro, y más aún a mí, que era su madre. Aquel era el fruto de mis entrañas y ahora lo veía así, destrozado y sobre todo, ya muerto. 
Así las cosas, sorprendida de mí misma y casi enfadada por no poder sentir de otra manera, me empujasteis suavemente para que e alejara de allí. Debisteis creer que me había vuelto loca, que el terrible espectáculo me había trastornado. (…) Aunque no sabía qué me estaba pasando, qué tipo de sensación extraña era la que sentía, me di cuenta de que aquel cadáver que aún yacía en la cruz era el de mi hijo y que no podía marcharme así, sin despedirme de él, sin estrecharle por última vez entre mis brazos. (…) Entonces Magdalena se acercó a los soldados y les suplicó que nos dejaran ayudar, que nos permitieran cuidar de aquel cuerpo para que no fuera maltratado como un desecho, ya que un mensajero había acudido a pedirle a Pilatos el permiso para darle una digna sepultura (…). 
Así fue como le tuve de nuevo en mis brazos. Estaba muerto. Ya no latía su corazón. Ya no brillaban sus ojos (…). Me senté en la roca y deposité su torso en mis piernas, mientras el resto del cuerpo yacía en el suelo. (…) Yo abrazaba su cuerpo y besaba dulcemente su cara, pero seguía sin poder llorar. Como pude, le cerré los ojos, aquellos que yo misma había abierto a la vida y deposité un beso en cada uno de sus párpados y otro en su frente (…). Y después le abracé, me aferré a él sin poder soltarle mientras sus brazos caían a los lados, rígidos, sin vida.
Cuando me viste así, con mi hijo muerto entre los brazos, agarrada a él como un náufrago se aferra al último madero que queda del barco hundido, me hablaste con tanta suavidad como con firmeza: «Vámonos. Déjalas a ellas que preparen el cadáver. Es hora de regresar a casa». No protesté. Todavía no había derramado una lágrima y me sentía flotando en una nube, sin entender lo que me pasaba, sin oder explicarme a mí misma qué hacía yo allí, mientras él, el sentido de mi vida, estaba muerto. Quizá estaba, aquella tarde, rozando el borde de la locura, pero creo que no era eso, porque después tuve ocasión de entender lo que me estaba ocurriendo. Así que lo besé por última vez y recuerdo que le dije, sin saber por qué: «Hijo, hasta luego. No estás solo. No te preocupes. Todo va a ir bien. Te quiero mucho. Hasta ptonto, amor mío, hijo mío, hasta pronto.» Al oírme, pensasteis que me había vuelto loca, porque no tenía sentido nada de lo que yo le estaba diciendo. Tampoco yo sabía lo que decía, pero era mi alma la que hablaba, no mi cabeza.
Era muy tarde para ir a Betania. Por eso me llevaste a casa de Nicodemo, que se había ofrecido a darnos alojamiento a todos hasta que pasase el sábado. Estaba asistado por lo que pudoera ocurrir, como lo estabais todos, temiendo que, tras haber matado a Jesús, quisieran acbar con todos sus discípulos.
(…) En la cama, sin poder dormir y sin poder llorar, me parecía estar flotando, fuera de mí, con tantas cosas dentro que me resultaba difícil ordenarlas y explicarlas. Lo más extraño era que yo sabía que mi hijo había muerto, mientras que tenía la sensación de que no era así. (…) Lo sentía allí de alguna manera. Y esto me desazonaba terriblemente. Quería rezar, hablar con él y no podía. Entonces fue cuando me volví a Dios y, por primera vez en mi vida, le pregunté: «¿Por qué? ¿Dónde está mi hijo? ¿Qué le ha pasado? ¿Qué le va a pasar?». No me interesaba nada de lo que a vosotros os preocupaba: si era o no el Mesías, si su muerte significaba que su predicación era falsa y que Dios no esta con él. A mí me importaba la persona de mi hijo antes que ninguna otra cosa, antes que su mensaje y antes que su misión, y no porque no diese valor a estas cosas. Yo quería a Jesús, vosotros queríais a la idea, lo que él representaba, pero no a la persona. Por eso estabais en crisis, escandalizados y asustados. Yo, en cambio, solo estaba interesada en saber qué había sido de él y por qué no podía sentirle ni como muerto ni como vivo.
Noté que Dios se hacía presente en mí, poco a poco, dulcemente. Con amor de esposo, con amor de padre y aun casi con amor de madre, me tranquilizaba y me pedía paciencia. «Todo va bien», notaba que me decía, «sigue teniendo fe en lo que nuestro hijo te ah dicho; ya falta poco», susurraba a los oídos de mi corazón. Y entonces me acordé de que mi hijo me había insistido en que iba a resucitar, así que, por lo tanto, seguía vivo en algún lugar que yo ignoraba y que dificultaba que le experimentara cerca de mí como hasta entonces; pero estaba vivo, de alguna manera lo estaba todavía, porque yo no notaba que hubiera muerto. Esa era la causa por la que, a pesar de todo lo que había visto, yo no hubiera podido sumergirme en el abismo de dolor y desesperación que os había atrapado a vosotros. No podía hacerlo, por más que lo deseara e incluso lo necesitara para poder desahogarme y descargar la enorme tensión. No podía porque algo en mi interior me empujaba hacia arriba y me decía que la realidad era distinta a lo que las apariencias mostraban.
Esto, la certeza de que mi hijo vivía y que iba a resucitar, me tranquilizó enormemente, hasta el punto de que el corazón empezó a latirme más fuerte, casi con alegría. Y entonces fue cuando el cansancio se apoderó de mí y me quedé dormida. (…)
Dormí casi todo el sábado (…). Cuando pude encontrarme de nuevo a solas, me arrodillé y empecé a rezar. Mi oración, ya más serena, solo podía ser una, también extraña, pero que no podía cambiar. Si la noche anterior me había atrevido a hacerle preguntas, ahora solo sentía la necesidad, imperiosa, de darle gracias. «Gracias, Señor, porque e dejaste tenerle. Gracias por haberme permitido ser su madre y disfrutar de él tantos años. Gracias por haber podido vivir a su lado, recibiendo de él ternura tras ternura. ¿Quién soy yo y quién era yo para merecer ese extraordinario regalo? Gracias porque él me ha enseñado a llamarte «Padre». Gracias porque puede alimentarlo, abrazarlo, protegerlo y educarlo. Gracias porque pude sacrificarme por él, luchar por él, sufrir por él. Gracias porque, incluso en el momento final, he podido serle útil y he podido sostenerle en esa lucha extraordinaria que aún no comprendo bien pero que ha sido el objeto de su vida y de su misión. Y gracias, en definitiva y sobre todo, porque sé que está vivo, aunque ahora le sienta lejos. Y porque va a volver, porque va a resucitar. Y porque voy a estar con él de nuevo. Y porque algún día podremos estar juntos para siempre. Perdóname que no te dé las gracias por tantas otras cosas, por ti mismo, por todo lo demás que he recibido de tu amor. Pero es que ahora siento la necesidad de decirte solo esto: gracias por Jesús, porque es mi hijo, porque he podido conocerlo, porque lo he podido ayudar y porque no ha muerto, sino que está vivo.» Y mientras le decía a Dios todo esto, entonces sí lloré. Empezó a salir de dentro toda la angustia contenida, de una manera tranquila, como una lluvia que cae sin causar destrozos en los campos.
Rezando y llorando, de rodillas junto a la cama, volví a quedarme dormida. La cabeza y los brazos sobre el lecho. No sé cuántas horas estuve así. Solo recuerdo que, al igual que treinta y cuatro años antes, noté, de repente, que había alguien en la habitación y me desperté sobresaltada. Era ya noche cerrada y, sin embargo, tenía la sensación de que una luz extraordinaria brillaba a mi alrededor aunque todo seguía estando a oscuras.
Entonces lo vi. No necesité preguntar quién era. No tuve la más mínima duda. Allí estaba y era él, esperando que me despertara y velando mi sueño. «¡Hijo!», grité y me lancé a sus brazos. «Madre -me dijo mientras pasaba su mano por mi cabello en desorden-, tranquilízate. Ya ha pasado todo. Ya estor de nuevo aquí, contigo.»
[i] Martín, S., (1998). Evangelio secreto de la Virgen María. Barcelona. Editorial Planeta. 

PENSAMOS

  • ¿Qué te ha parecido el texto? ¿Lo conocías?
  • ¿Qué destacarías de la actitud de María durante las últimas horas de vida de Jesús? ¿Y tras la muerte?
  • De todas las actitudes reflejadas en el texto, ¿con cuál te quedas para tu vida?
  • María se atreve a preguntarle a Dios: «¿por qué». Nunca antes lo había hecho. Ni siquiera en el momento de la anunciación. La pérdida del hijo es una realidad tan dura que toca los cimientos de su vida. A nosotros nos pasa igual. Hay situaciones que nos desinstalan, que nos lanzan a la intemperie, momentos en que no tocamos suelo… y llegan las incertidumbres, los cuestionamientos. ¿Cuáles son hoy mis preguntas, quejas, dudas… hacia Dios?
  • María vive uno de los acontecimientos más dolorosos, si no el que más, que una madre puede experimentar: la muerte de su hijo. Con el agravante de que, en el caso de Jesús, se trata de una muerte injusta, fruto de las especulaciones y ansias de poder de unos pocos. Y tras estos hechos, podría haber caído en la decepción, la desilusión, la tristeza profunda, la desolación… Y no es así. Es verdad que, como mujer, sufre la pérdida, el desgarro por la separación…, pero no se queda ahí. Cuando todo le invita a dudar de la palabra del Padre y de Jesús, ella se mantiene firme en su fe y confía. Cuando las circunstancias son las propicias para sumirse en la tristeza más profunda, ella mantiene vive su esperanza en el triunfo del bien, de la verdad, de la vida… de Dios. Cuando la realidad le inducía a tirar la toalla, ella aguanta y hace frente con fortaleza. Por eso, en ella encontramos un modelo para vivir las situaciones de tristeza, de desolación y de duda. Un ejemplo que nos anima a vivir desde la esperanza y la confianza, sabiendo que Dios no defrauda.

ESCUCHAMOS

Es verdad que el Sábado Santo nos habla de ausencia y silencio de Dios. Recrea los momentos en que no lo sentimos cerca y creemos que guarda silencio. Pero, aunque no lo creas, Dios está (si quieres, puedes leer el Descenso del Señor al abismo para saber dónde se encuentra hoy) . El Sábado Santo, aunque sea un día gris, lo es abierto a la esperanza. Tiene un tinte de alegría, porque esperamos que se cumplan las promesas que Jesús nos hizo.
Te invito a escuchar la canción Quiero, quiero y quiero de Arnau Griso y a que, mientras la escuchas, pienses en esas cosas que más desea tu corazón, esas esperanzas que albergas en lo más hondo de ti.

GESTO

Escríbele una carta a María, expresándole todo lo que en este ratito has sentido, pensado, intuido… Háblale de lo que te habría gustado hacer si hubieses estado cerca durante la Pasión de Jesús. Cuéntale tus preocupaciones, tus desesperanzas, tus vacilaciones… Háblale con la confianza con que un/a hijo/a habla con su madre.

ORACIÓN

María, los artistas y la piedad popular te han imaginado derrumbada y transida de dolor en el momento en que te entregaron el cuerpo de tu Hijo muerto, caída en el suelo, sostenida por las mujeres que le habían seguido.
En muchas representaciones de tu sufrimiento de madre por la muerte de Jesús, al ver cómo le abrazas una vez bajado de la Cruz, he querido contemplar la trasposición que han hecho los que te han pintado o esculpido del momento en que tuviste en tu regazo al Niño en Belén.
He querido ver en muchas de las imágenes que intentan representar tu angustia al pie de la Cruz, o con tu Hijo en los brazos, la proyección de tu nueva y universal maternidad. Y en tus entrañas conmovidas, veo el dolor de lo que supone asumir el encargo de madre universal, que te dio Jesús desde la Cruz: «Mujer ahí tienes a tu hijo».
Si puede ser acertada la iconografía que te venera con el nombre de Quinta Angustia, de Piedad, de Llanto de María, en la que aprecio una mediación del amor trinitario, a través de tu abrazo materno a la Humanidad del Hijo de Dios, los Evangelios, sin embargo, te muestran discreta, silenciosa, atenta, de pie, como mujer fuerte, esperanzada, adelantando en tu actitud el triunfo de tu Hijo.
En verdad eres como te invoca la letanía, torre de David, torre de marfil; en ti tiene resonancia el salmo: «los que confían en el Señor son como el Monte Sión, no tiembla». Eres ciudad fuerte, estable, cimentada sobre la roca de la confianza y de la fe.
Virgen de los Dolores, del Mayor Dolor, de los Siete Dolores; Virgen de la Soledad, Quinta Angustia, no dudes en ejercer tu vocación entrañable con estos hijos tuyos especialmente con los más pequeños, y con aquellos que más reflejan en sus rostros el sufrimiento de tu Hijo en la Cruz. Cuéntame entre ellos.
Pero, sobre todo, que al ver tu actitud enhiesta me mantenga en todo momento esperanzada/o, porque si tú te levantaste al principio para socorrer a tu prima, seguro que lo haces ahora, que te ha enviado tu Hijo a ser mediación entrañable de su amor por todos.
¡Dichosa tú, que has creído! Lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. Verás a tu Hijo lleno de gloria y de triunfo, vencedor de la muerte. Virgen María, ruega para que todos tus hijos compartamos su misma gloria, por tu mediación. Amén.

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